Foto: Ana Beraza |
Si se escucha
el eco,
si el viento dice adiós,
será que la
canción llegó hasta el sol.
(Luis Alberto Spinetta)
Dicen,
y ya casi nadie duda, que la música no tiene fronteras. Si esto es así, en un
mundo donde se construyen muros entre países y entre vecinos de cualquier
barrio, no es poca cosa. Pero si hay incrédulos por ahí (que los hay), en el
concierto que Raúl Barboza dio el 25 de enero pasado en el espacio cultural La Fábrica de Carlos Casares, tenemos
para ellos la prueba irrefutable de que la música trasciende todo hasta, como
dice Luis El Grande, llegar al sol.
Quizá por esta razón, a ninguno de los más de
cien testigos les importó el calor sofocante en la sala del excelente espacio
cultural. “Sí, hace mucho calor. Mejor nos tomamos una cerveza en el bar y nos
quedamos quietos y sentados hasta que comiencen a tocar”, comentaron algunos (La
que no paró de moverse fue mi hija Malena, de 7 años). Así nos fuimos
acomodando hasta que Raúl llegó junto con sus notables músicos -Nardo González
en guitarra y Roy Valenzuela en contrabajo-, ingresó desde atrás del público como si fuera
un espectador más, y dio rienda suelta a su acordeón…
Entre
canción y canción, Barboza comentó que desde hace muchos años vive en París
pero que no se olvida de sus raíces aborígenes, de su Corrientes, de su
Argentina. Nos dijo que la identidad que lo vio nacer lo hace fuerte en la
soledad y le devuelve el entusiasmo por llevar el chamamé a todos los rincones
del mundo. Nos confesó que componía sus canciones imaginando situaciones,
buscando transformar sus ideas en música. Y, entonces, con su música nos hizo
sentir el amanecer en París, nos enseñó a conversar con un caballo entre la
soledad de los cerros y hasta viajamos todos juntos en el tren que tantas veces
lo trasladó de un lugar a otro de nuestro país. También nos contó algunas
vivencias con Mercedes Strickler, la musa inspiradora de “Merceditas”, y nos
emocionó su versión.
Quietos
y sentados disfrutamos hasta la risa y el llanto, incluyendo a Malena que lo
escuchaba embelesada en primera fila. Y aplaudimos de pie, con todas las ganas
y el calor de quienes reconocen a un artista exquisito y formidable.
Cuando
terminó su última canción, Barboza sonriente abrió los brazos en agradecimiento
y bajó del escenario para saludar al público que aún no dejaba de aplaudir. O
más bien volvió a su lugar, al lugar donde está la gente. Saludó a cada uno,
con un abrazo, extendiendo su mano, con un beso. Malena me dijo: “chau papá, me
voy a saludar a Raúl”… Pasaron unos cuantos minutos, la sala se fue vaciando y
Malena volvió: “dame plata que quiero comprarle un disco a Raúl”, y se fue
corriendo. Entre charlas y saludos con amigos me demoré en salir. No quedaban
más que una docena de personas. Salgo. Llego a la entrada del lugar y ¡ahí
todavía estaba Raúl Barboza!, en la puerta, esperando saludar hasta el último
espectador.
Ver
a ese hombre genial de 76 años parado solo, vendiendo y autografiando sus
discos como un músico callejero, me hizo volver a confiar en el mundo por un instante.
O, tal vez, me hizo dar cuenta que el secreto de los grandes hombres que producen
las grandes obras de arte no sea más que simpleza del hombre común. O acaso hayamos
estado en presencia de un hombre que alcanzó la verdadera libertad. La libertad
que trasciende las fronteras, esa libertad que es talento, que llega hasta el
sol, la que hace posible la magia sublime del arte.
Luis
Alberto Spinetta decía que “El talento es el hombre en libertad, nace en
cualquier persona que se sienta capaz de volar con sus ideas (…) esa [es la] libertad
[que] despierta en los niños la imaginación”, como Raúl lo hizo con Malena.
¡Gracias Raúl!
¡Gracias Raúl!
Sergio
Carciofi
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