Eran las 3 a.m, y había estado festejando y protestando por casi todo, debatiéndome siempre entre seguir o terminar la noche ahí. Había recorrido pasillos conocidos, gente conocida, charlas y debates conocidos, la política, el teatro, París, el sexo, el teatro, la maternidad, el campo, el teatro, la psicología, los viajes, el teatro. Se abrió la puerta del club, adonde llegué arrastrada por el entusiasmo amistoso de gente que me conoce mucho y me perdona todo, y de todo se ríe. En la pista sonaba "El extraño de pelo largo". Sí, versión original. Entonces me di cuenta de que me habían arrastrado hacia el lugar correcto.
Nunca había bailando canciones tan viejas, aunque tantas veces había estado en lugares parecidos y había cambiado figuritas con hombres tan parecidos a esos. Sí, indefectiblemente, era "mi onda". Me entretuve contemplando el eterno y maravilloso arte de la acechanza de ellos, las aproximaciones, el ir midiendo, el ir tirando soga, y tirar más y más a medida que la dama ovilla. Me di cuenta que los años además de engrosarme la cintura me afinaron la percepción, y así podía ir adelantado "ahora te encara", "ahora aplica plan B", "uh, viene el transpirado", "¡mirá lo que hace!: se pone la camisa y te va a encarar de nuevo", "este se vio todas las películas de Sandro. Ahora te pregunta algo de Sandro".
En ese papel de Pitonisa infalible del accionar masculino entretuve las horas. Y con cálida frialdad germana, supe guardar mi honradez. Himeneo nada me ha impuesto sobre la acción de mirar. Y la acción de desear pasa sin ser percibida, invisible ante los otros, ampliamente permitida por mi amigable conciencia.
Cuánta belleza, cuanta alegría, cuánta fuerza, cuánta paz. Cuánta onda.
(Claro que si hubieras entrado en escena, con tus bucles oscuros hasta mitad de la espalda, tus mechas sobre la nariz, en ese estado entre la displicencia y la expectación. Si hubieras entrado con esa camisa escocesa horrible, abierta sobre la remera roja con la cara de Rodolfo Walsh, y el jean roto de verdad, ceñido con un cinturón de cuero sobre tu cadera estoica… hubieras caminado partiendo cada mosaico, deteniendo el tiempo, centrifugando a todos y aplastándolos contra las paredes, abriéndote paso, mirando oblicuamente con esos ojos de chico malo, malo, malo, con esos dientes apretados, esos labios tensos en una semisonrisa que parecía una burla o un gesto de asco hacia todo. Me hubieras descubierto de nuevo, y yo de nuevo hubiese descubierto tu súplica débil y desesperada debajo de toda esa coraza. Y en un gesto eterno y repetido a través de los años, como una ceremonia, otra vez te hubiera olfateado y me hubieras tomado y alguno de los dos hubiera dicho “vamos”.)
Carina Kosel
Nunca había bailando canciones tan viejas, aunque tantas veces había estado en lugares parecidos y había cambiado figuritas con hombres tan parecidos a esos. Sí, indefectiblemente, era "mi onda". Me entretuve contemplando el eterno y maravilloso arte de la acechanza de ellos, las aproximaciones, el ir midiendo, el ir tirando soga, y tirar más y más a medida que la dama ovilla. Me di cuenta que los años además de engrosarme la cintura me afinaron la percepción, y así podía ir adelantado "ahora te encara", "ahora aplica plan B", "uh, viene el transpirado", "¡mirá lo que hace!: se pone la camisa y te va a encarar de nuevo", "este se vio todas las películas de Sandro. Ahora te pregunta algo de Sandro".
En ese papel de Pitonisa infalible del accionar masculino entretuve las horas. Y con cálida frialdad germana, supe guardar mi honradez. Himeneo nada me ha impuesto sobre la acción de mirar. Y la acción de desear pasa sin ser percibida, invisible ante los otros, ampliamente permitida por mi amigable conciencia.
Cuánta belleza, cuanta alegría, cuánta fuerza, cuánta paz. Cuánta onda.
(Claro que si hubieras entrado en escena, con tus bucles oscuros hasta mitad de la espalda, tus mechas sobre la nariz, en ese estado entre la displicencia y la expectación. Si hubieras entrado con esa camisa escocesa horrible, abierta sobre la remera roja con la cara de Rodolfo Walsh, y el jean roto de verdad, ceñido con un cinturón de cuero sobre tu cadera estoica… hubieras caminado partiendo cada mosaico, deteniendo el tiempo, centrifugando a todos y aplastándolos contra las paredes, abriéndote paso, mirando oblicuamente con esos ojos de chico malo, malo, malo, con esos dientes apretados, esos labios tensos en una semisonrisa que parecía una burla o un gesto de asco hacia todo. Me hubieras descubierto de nuevo, y yo de nuevo hubiese descubierto tu súplica débil y desesperada debajo de toda esa coraza. Y en un gesto eterno y repetido a través de los años, como una ceremonia, otra vez te hubiera olfateado y me hubieras tomado y alguno de los dos hubiera dicho “vamos”.)
Carina Kosel
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