Hace un tiempo me convencí que había llegado la hora de trabajar
en un banco. No fue una decisión meditada ni fruto de una larga cadena
de elaboradas reflexiones lo que me llevó a tal elección; fue solamente
una corazonada, una consecuencia natural de la improvisación. Siempre he
pensado que el destino de una persona está ligado indefectiblemente al
lado que elija al levantarse de la cama por la mañana: optar por la
derecha puede significar un futuro de monaguillo o escribano público;
optar por la izquierda puede que la convierta en un asesino serial. Mi
porvenir sería mas simple e intermedio: quería ser bancario. Ahora bien,
comprendo que el hecho de ser reclutado para desempeñarse en tales entidades debe requerir algún tipo de estudio previo, algo de experiencia, alguna capacidad desconocida para mi, pero de todas maneras creí conveniente saltear ese largo laberinto de imposibles para abocarme a lo posible, a lo realizable. A falta de capacidad, de contactos, de conocimientos, opté por tener un plan, uno simple pero definitivo y eficaz. Un hombre que no tiene nada, debe al menos tener un plan, dijo alguna vez Martín Luterquín. Jamás he dudado acerca de la imposibilidad de detener a una persona decidida así que urdí un perfecto derrotero que me depositaría (sin pretensión metáforica) finalmente en el sillón de un cajero de banco. Como primera medida compré el ensayo de Caruso Lombardi "Del 4-4-2 al 4-4-1-1: Generación de Espacios" que leí en menos de veinticuatro horas. Mas tarde hube de estudiar la situación, hacer números, calcular el momento de mayor cantidad de gente, la posición de los empleados de seguridad, la distancia entre los cajeros, la puerta de salida y la de emergencia, el horario de cierre y el de apertura y la frecuencia con que los cajeros automáticos se quedan sin billetes de cien y de cincuenta. Nada habría de quedar librado al azar. Mas tarde comencé a practicar tiro con un viejo revólver Colt de 6 cartuchos, de propiedad familiar, hasta estar seguro de no cometer ningún error al disparar. Cuando estuve listo, tomé el resumen de la tarjeta de crédito y el de telefonía celular y concurrí a la sucursal bancaria previamente elegida donde me coloqué disciplinadamente en la cola esperando el momento de ser atendido. Al llegar a la caja, extendí las facturas junto al dinero a través del cristal y al recibir el vuelto y los comprobantes sellados extraje el arma y disparé a quemarropa 4 balazos que impactaron en la humanidad del desafortunado cajero que me tocó en suerte, quien se desplomó detrás del mostrador, boca arriba, en medio de un charco de sangre. Guardé el arma, tomé los papeles y desaparecí por la puerta de la entidad con la mayor reserva y sin levantar sospechas. Al otro día, temprano, traspuse las puertas del banco con mi mejor sonrisa, mi mejor traje y un sobre conteniendo los datos sobresalientes de la vasta experiencia laboral que me pondría definitivamente en el lugar del malogrado cajero. Pedí una entrevista con el gerente y una vez en su oficina comencé a exponerle la situación, sin ahondar en detalles para que ninguna desconfianza recayera sobre mi, pero desarrollando una encendida alocución acerca de la responsabilidad empresarial para con los clientes, de la satisfacción de las necesidades y de que era necesario cubrir los puestos que se iban generando en la institución para los cuales no sólo me creia capacitado sino que me ofrecía a partir de ese momento. El gerente me miraba asombrado, como si no entendiera de que estaba hablando. Balbuceó algunos monosílabos y al final me explicó que no había llegado a su conocimiento que hubiera vacantes en la sucursal y que de haberlas, no dudaría en concertar una nueva entrevista con mi persona, me devolvió el sobre de antecedentes, saludó muy ceremonioso, me indicó la salida y volvió a sumergirse en un mar de carpetas. Salí de la reunión un poco desconcertado. Mas tarde, conversando con un operario de limpieza de la entidad me confirmó lo del hallazgo de un cajero asesinado pero que entre todo el personal habían resuelto esconder el cadáver en los fondos del edificio detrás de algunos expedientes añejos dado que esa semana cumplía años el gerente y no querían arruinarle el festejo. Además, no se había notado la diferencia; ese día el servicio era tan lento como hace unas semanas atrás así que nadie había echado de menos al operario que faltaba. Decepcionado y un poco furioso, salí a la calle y entré en La Tropical. Cuando se acercaba presuroso un empleado, sin mediar palabra, le disparé los dos tiros que quedaban en el tambor del revólver y dejé el sobre con el currículum encima del mostrador. Aun no me han llamado.
comprendo que el hecho de ser reclutado para desempeñarse en tales entidades debe requerir algún tipo de estudio previo, algo de experiencia, alguna capacidad desconocida para mi, pero de todas maneras creí conveniente saltear ese largo laberinto de imposibles para abocarme a lo posible, a lo realizable. A falta de capacidad, de contactos, de conocimientos, opté por tener un plan, uno simple pero definitivo y eficaz. Un hombre que no tiene nada, debe al menos tener un plan, dijo alguna vez Martín Luterquín. Jamás he dudado acerca de la imposibilidad de detener a una persona decidida así que urdí un perfecto derrotero que me depositaría (sin pretensión metáforica) finalmente en el sillón de un cajero de banco. Como primera medida compré el ensayo de Caruso Lombardi "Del 4-4-2 al 4-4-1-1: Generación de Espacios" que leí en menos de veinticuatro horas. Mas tarde hube de estudiar la situación, hacer números, calcular el momento de mayor cantidad de gente, la posición de los empleados de seguridad, la distancia entre los cajeros, la puerta de salida y la de emergencia, el horario de cierre y el de apertura y la frecuencia con que los cajeros automáticos se quedan sin billetes de cien y de cincuenta. Nada habría de quedar librado al azar. Mas tarde comencé a practicar tiro con un viejo revólver Colt de 6 cartuchos, de propiedad familiar, hasta estar seguro de no cometer ningún error al disparar. Cuando estuve listo, tomé el resumen de la tarjeta de crédito y el de telefonía celular y concurrí a la sucursal bancaria previamente elegida donde me coloqué disciplinadamente en la cola esperando el momento de ser atendido. Al llegar a la caja, extendí las facturas junto al dinero a través del cristal y al recibir el vuelto y los comprobantes sellados extraje el arma y disparé a quemarropa 4 balazos que impactaron en la humanidad del desafortunado cajero que me tocó en suerte, quien se desplomó detrás del mostrador, boca arriba, en medio de un charco de sangre. Guardé el arma, tomé los papeles y desaparecí por la puerta de la entidad con la mayor reserva y sin levantar sospechas. Al otro día, temprano, traspuse las puertas del banco con mi mejor sonrisa, mi mejor traje y un sobre conteniendo los datos sobresalientes de la vasta experiencia laboral que me pondría definitivamente en el lugar del malogrado cajero. Pedí una entrevista con el gerente y una vez en su oficina comencé a exponerle la situación, sin ahondar en detalles para que ninguna desconfianza recayera sobre mi, pero desarrollando una encendida alocución acerca de la responsabilidad empresarial para con los clientes, de la satisfacción de las necesidades y de que era necesario cubrir los puestos que se iban generando en la institución para los cuales no sólo me creia capacitado sino que me ofrecía a partir de ese momento. El gerente me miraba asombrado, como si no entendiera de que estaba hablando. Balbuceó algunos monosílabos y al final me explicó que no había llegado a su conocimiento que hubiera vacantes en la sucursal y que de haberlas, no dudaría en concertar una nueva entrevista con mi persona, me devolvió el sobre de antecedentes, saludó muy ceremonioso, me indicó la salida y volvió a sumergirse en un mar de carpetas. Salí de la reunión un poco desconcertado. Mas tarde, conversando con un operario de limpieza de la entidad me confirmó lo del hallazgo de un cajero asesinado pero que entre todo el personal habían resuelto esconder el cadáver en los fondos del edificio detrás de algunos expedientes añejos dado que esa semana cumplía años el gerente y no querían arruinarle el festejo. Además, no se había notado la diferencia; ese día el servicio era tan lento como hace unas semanas atrás así que nadie había echado de menos al operario que faltaba. Decepcionado y un poco furioso, salí a la calle y entré en La Tropical. Cuando se acercaba presuroso un empleado, sin mediar palabra, le disparé los dos tiros que quedaban en el tambor del revólver y dejé el sobre con el currículum encima del mostrador. Aun no me han llamado.
Enrique Buracco
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