Recuerdo como si
hubiera sido ayer, aunque en realidad sucedió justo el año pasado, que me perdí
en una playa de Mar del Plata. Ocasionales veraneantes, conmovidos por mi
llanto desconsolado, me condujeron a la casilla del bañero que me exhibió sobre
una tarima como si fuera un extraño trofeo que nadie siente como propio, que
nadie reclama. Comenzó una ola de aplausos, al principio vigorosos y
solidarios, más tarde ocasionales y responsables hasta mutar a un lógico olvido
y a la construcción de un entorno propicio al individualismo y a los mates con
bizcochitos DonSatur. La gente se aproximaba, curiosa, tratando de reconocer en
mí algo de lo que ellos seguramente perdieron anteriormente, en otra ocasión,
en otra playa, pero era inútil; nada de lo que buscaban se podía satisfacer con
mi presencia y nada de lo que yo estaba buscando se solucionaba en su compañía.
Pasó la tarde, pesada, interminable. Las personas lentamente abandonaban el
balneario; algunos me dedicaban una última mirada pero bajaban luego la cabeza
y seguían su camino como autómatas, persiguiendo quizá sus propias ausencias.
El mismo bañero no tardó en retirarse apenas entrada la nochecita,
deshaciéndose en disculpas: que esto nunca le había pasado antes, que tenía
otro trabajo, que debía presentarse en un boliche de la Avenida Constitución
donde era patovica, que el dueño era muy estricto con los horarios, a lo que yo
contesté que vaya, que vaya nomás, que por mí no se preocupara, que yo me
quedaba ahí, que alguien me iba a reclamar tarde o temprano.
Y fueron pasando
los días y yo seguía perdido. A veces los aplausos recomenzaban, casi siempre
con los cambios de quincena y con el recambio turístico. Incluso los habitués
me reconocían y me pedían si les cuidaba sus pertenencias mientras se metían al
mar, si les sacaba una foto con la familia completa o si les traía agua
caliente para el mate.
Terminó el
verano y llegó el otoño. En esa larga y gris estación llegué a pensar que hay
distintas clases de perdidos y de olvidos: los niños que se desorientan y por
unos instantes sienten el vacío más hondo de la soledad absoluta, esa que en
unos momentos se llena con la aparición mágica de sus seres queridos, una farsa
quizá, una escena fraguada del drama final de la vida; en los perdidos
musicales o literarios, esos que se fingen distantes para
conseguir cierto éxito, con resultado a veces notable y muchas veces patético;
en los perdidos que ignoran el hecho de estarlo y que es en vano explicarles el
tamaño de su extravío.
Un día, cuando
el invierno daba sus primeros pasos decidí que había llegado la hora de
estrenar otro fracaso, uno flamante, y haciendo el vulgar ademán de tomar
pertenencias que nunca existieron, decidí marcharme de ese lugar pensando en el
destino de los perdidos pero en el de los otros, en el de los de en serio, en
el de los de verdad, en esos perdidos que por algún motivo están destinados a
no ser encontrados jamás.
Enrique Buracco
2 comentarios:
Este Buracco se las trae!!!!! me produjo un ... agujero en el cuore, porque yo digo ¿qién no se pierde o fracasa algunas veces? Porque yo digo, pérderse... miles de veces y fracasar.... millones, pero perderse y fracasar en el mismo acto solo le pasa a un buraco.
Beso
Excelente relato. Angustia, claro, el saberse también perdido.
Pero -me sabrá disculpar- me quedé colgado con las DonSatur. Es que llueve y estoy con hambre, vió.
Saludos!!
Publicar un comentario