Existió una vez una ciudad llamada La Cesión. No era nada de otro mundo pero tenía algunas características que la hacían notoriamente diferente de las demás, incluso de los poblados mas cercanos. Era una ciudad en la que sus habitantes acostumbraban a ceder pequeñas cantidades de algo que tenían y recibir a posteriori una retribución que superaba con creces lo que habían dado anteriormente. Así, el vecino que cedía parte de su tiempo recibía una compensación que superaba su esfuerzo, el que aportaba una limosna en el templo recibía el doble en bendiciones, el que asistía a un enfermo era recompensado con una salud de hierro, el que ayudaba a un menesteroso nunca sufriría privaciones. Quizá con el advenimiento de los tiempos modernos y su carga de individualismo, algo de avaricia, la sobreestimación de la economía o el surgimiento de grandes empresas modificaron estos lineamientos. Y los márgenes se fueron acotando hasta desbalancearse completamente. Se comenzó a dar mucho mas tiempo por una cada vez menor retribución, cerró la iglesia por falta de fieles, los enfermos morían solos y los crotos fueron denuciados a la policía por sospechosos. Y parecía que todo estaba bien, que todo era normal. La vida debía adaptarse a la modernidad y no la modernidad a las costumbres, al menos eso decían los libros y los comentaristas de televisión. Cuando la mala educación es la característica sobresaliente en los personajes destacados de una sociedad, algo no funciona bien, decían los viejos. Y todo empezó a cambiar. Al principio fue el crecimiento de un extraño tipo de vello gris en el rostro y en el cuerpo de las personas. Nada que una Prestobarba no pudiera solucionar. Pero los pelos, aunque fueran depilados meticulosamente, insistían en crecer y, como si fuera poco, se agregaban un hocico con bigotes y una incipiente cola. Esto trajo consecuentemente un auge de empleo para peluqueros, depiladoras y cirujanos plásticos. Los sectores de alto poder adquisitivo agotaban los turnos de los esteticistas corporales y los menos favorecidos abarrotaban los domicilios de manosantas y curanderos, pero nada detenía las mutaciones. Incluso las nuevas generaciones de ciudadanos empezaron a tener un tamaño más reducido en su contextura física. Obviamente y como sucede en toda sociedad organizada, los nuevos acontecimientos provocaron en principio gran estupor, luego preocupación y casi en seguida la división social en dos bandos claramente antagónicos. De un lado estaban los conformistas, que argumentaban que bueno, que tal vez era un signo de la evolución, que se solucionaba el problema de la calvicie definitivamente, que los roedores son mucho más prolíficos que los humanos y que la reducción de tamaño redundaría en un importante ahorro familiar tanto en vivienda como en alimentos. Del otro lado los inconformistas de siempre, que nucleados en la Vanguardia Roedora Esclarecida hacían oir sus reclamos y chillidos al ratón intendente y a los ratones funcionarios mientras eran corridos a golpes y arrestados por el ratón comisario. En diferentes ámbitos se debatía sobre esta nueva problemática invitando a exponer a reconocidos especialistas en la materia que, por supuesto, no podían dar detalles certeros de lo que estaba sucediendo, un poco por desconocimiento y otro poco por ser egresados de casas de estudios directamente dependientes de los aportes de las grandes empresas radicadas en la ciudad, por lo que cualquier cualquier opinión que vertieran era sospechada de parcialista y tendenciosa. No era difícil, finalizados los debates y las exposiciones, encontrar a la población mas confundida que antes de escucharlos, insultando a un amplio espectro de posibles responsables que iban desde Dios hasta los cursos de cestería ecológica que se dictaban en dependencias Municipales. Los medios de comunicación, temerosos de que cundiera el pánico y la desesperación, se limitaron a publicar las hojas de los periódicos en blanco y los locutores a expresarse por señas. Total, los roedores no saben leer y no hay pruebas de que escuchen radio. Cuando todos los habitantes de la ciudad se conviertieron en ratones, los propietarios de las empresas decidieron que había llegado la hora de hacer un aporte para mejorar el estado de las cosas, una inversión acorde al grado de utilidades conseguidas en los últimos años... y compraron un gato.
Enrique Buracco 10/10/2011
2 comentarios:
Me encantó
MUY BUENO!!
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