Quizás uno de los mayores signos de civilización, antes que
cualquier avance tecnológico o el alfabeto mismo, haya sido la atribución de
responsabilidad moral a las personas por sus actos.
Hubo un tiempo en que la afrenta cometida por el miembro de una
comunidad a otra comunidad, hacía a la primera en su totalidad culpable del
crimen perpetrado, y por tanto cualquiera de sus miembros se convertía, en al
acto, pasible de represalias por parte de la
comunidad, también ella en su totalidad agredida.
Esta indistinción se fue dejando
a un lado, cada uno se fue convirtiendo a los ojos de todos en responsable de
sus actos y el castigo de los mismos en intransferible. La moral y el derecho
señalaron a los culpables de los males y delitos (castigables o no) Entonces,
padres, hermanos, hijos fueron liberados de tal señalamiento.
En los tiempos modernos sólo el
nazismo continuó con la primitiva percepción moral y penal. De ahí que
cualquier acto de resistencia contra sus atropellos fuera seguido por actos de
represalia masiva que acababan con cientos de vidas. En la actualidad, sólo el
Estado de Israel sigue el modelo primitivo y de los nazis, haciendo objeto de
sus represalias a la totalidad del pueblo palestino por el acto de resistencia
que algún integrante de este pueblo hubiera protagonizado frente a la ocupación
de su tierra.
Pero, excepción hecha de estas
dos abominaciones, los tiempos modernos se definen en gran parte por la
atribución de responsabilidad y culpa a aquellos que transgredieron ciertas
normas (jurídicas y/o morales), liberando a sus allegados de toda condena y
castigo. Hoy el padre o el hijo de un ladrón, o de un asesino, no sólo son
vistos como libres de culpa y cargo, sino también como incluso víctimas:
“pobre, mirá cómo le salió el hijo”, o “pobre, qué vergüenza tener ese padre”.
Sin embargo hay una acción, una
mácula, que se expande como mancha de aceite a través de las generaciones, hacia
atrás y hacia adelante, de su responsable. Se trata de un crimen, una
abyección, una afrenta a la moral, una mácula monstruosa que parece escapar a
tal distingo de modernidad: la traición.
Generaciones previas, y
generaciones posteriores del traidor, se ven igualmente mancilladas por el
oprobio del que defecciona de las filas de quien (o quienes) en él confiaron. Ni
qué hablar sus padres: también sus abuelos, debieron de ser monstruos para dar
lugar a un ser capaz de traición. Y ningún hijo noble, ni tampoco nieto, podrá
limpiar la afrenta infligida a la humanidad. Quien traiciona una vez no sólo es
un traidor para siempre, sino que confiere tal cualidad a sus ancestros y a sus
descendientes. Nadie, absolutamente nadie de su estirpe, será libre del estigma,
ni hacia el mañana, ni hacia el ayer.
Juan Guthux, profesor de Historia
(UBA)
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