Tal vez
tengan razón, “el primer debate de la historia” fue un bodrio y, a juzgar por
la historia electoral reciente, por dos razones: porque la conciencia media de
los argentinos está acostumbrada a los escándalos televisivos, a las chicanas y
pases de dirigentes de un partido a otro, a candidatos con relaciones
ocasionales con modelos de revistas y vedettes de teatros comerciales, al
protagonismo inexpugnable de los periodistas políticos que ya no preguntan:
exigen oír solo lo que quieren escuchar. Porque hay un acostumbramiento general
al griterío, al palabrerío, al se dice que dijo lo que decía quien dijo lo que
no dijo. Porque hay encuestadores, economistas y asesores de imágenes que
pronostican y advierten acontecimientos que nunca ocurren, y construyen día a
día sensaciones en un público que mira sin más cómo se erigen y caen sus
predicciones como castillos de naipes. Porque lo que hay es espectáculo y
entretenimiento. Y porque se apela únicamente a las emociones, las sensaciones,
los impulsos. Las propagandas con esa voz en off que relata las nimiedades de
la vida cotidiana cual épica trascendente de la más noble humanidad (para
vender una cerveza, un yogurt o un candidato) es el mecanismo abobado que
reduce a la nada cualquier idea, opinión o argumento. Si alguien tiene la
peregrina intención de elaborar y comunicar un mínimo punto de vista, comprobará
en sus interlocutores un estupor solo comparable con la estampida de un rebaño
de venados al descubrir una manada de leonas en acecho. Las redes sociales multiplican
de manera ampliada, constante y efectiva toda manifestación de sensaciones por
intermedio del abuso de los signos de exclamación y de los, justamente,
emoticones: un clásico ya de estos tiempos. Y limitan deliberadamente en un
determinado número de caracteres cualquier intención de decir algo. Es más: las
imágenes, de la mano de selfies y
videítos, van camino a imponerse como lenguaje dominante. El uso de la palabra
como ladrillo edificante de argumentos que buscan erigir ideas capaces de ser
confrontadas con otras ideas, para buscar soluciones a los problemas de nuestra
“realidad real”, la que debemos enfrentar diariamente y se nos revela más allá
de toda pantalla, se desintegra al chocar de frente contra la locomotora del
escándalo.
Y no se
trata, ni siquiera, de mantener a la razón en el centro de la Historia. Y aquí
viene la segunda razón: de lo que se trata es de revertir ese círculo vicioso
del escándalo para devolverle el debate político a nuestros problemas “reales”.
Porque este debate de candidatos presidenciales no fue el resultado de un
debate nacional, no fue la conclusión de un razonamiento con anclaje en los
serios problemas que tiene diariamente nuestro país. El debate no buscó dar
respuestas a las preguntas que todos nos hacemos con relación a nuestro
trabajo, nuestra vivienda, nuestra educación, nuestra salud. El debate no se
planteó, ni siquiera, su razón de ser. Y tanto es así que los showman del
periodismo lo presentaron como un acontecimiento fundante: “el primer debate de
nuestra Historia”. Cuando en realidad no fue más que una cosmética electoral que
muestra, allá lejos, una penosa intención de imponer el debate político desde
arriba. Sí, en el mejor de los casos el debate de candidatos presidenciales
quedó reducido a un mero intento de instalar el debate político en la sociedad.
Pero un intento fallido y malparido. Porque todo debate nacen desde los
problemas, en el barro de los acontecimientos, en la vida misma. Un debate
político solo puede ser nacional con participación. En la política de hoy no
hay participación. Es cierto que muchos jóvenes desde muchísimos lugares se han
interesado en la política y buscan participar, pero los canales de participación
continúan cerrados. Las decisiones en los partidos políticos se toman entre
cuatro paredes y entre tres o cuatro dirigentes. Los locales partidarios solo
se abren para las campañas políticas. Las convocatorias son desde arriba y
desde la televisión. Para captar voluntades se apela más a una consigna que a
un debate en la calle. En tres palabras: no hay debate. No hay confrontación de
argumentos. No hay construcción de espacios políticos capaces de crear cuadros políticos.
Hay sí escuelas de capacitación y no sabemos cuántas cosas parecidas, pero para
círculos cerrados, para determinada clase y calidad de ciudadanos. Y sin debate
desde abajo, se pierde la capacidad crítica, se pierde el objetivo esencial de
todo debate: la crítica. Y sin crítica no hay superación ni construcción ni
nada. Sin crítica nos gana el quietismo acomodaticio de los políticos sin
política. Sin crítica terminamos aplaudiendo a los políticos que saltan de un
partido a otro como quien cambia de gustos de helados. Sin crítica no hay vida
política. Y eso es lo que no tuvo el debate: vida.
Acaso sirva
este intento zonzo de debatir desde las cumbres del show televisivo, para
darnos cuenta de que debemos reconstruir, casi desde cero, un debate político nacional
que nos devuelva la vida política.
Nelson
Pascutto
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