martes, 1 de marzo de 2016

ALPARGATAS SÍ, LIBROS TAMBIÉN: "Apogeo y ocaso de la mujer reloj", por Enrique Buracco

Hacía bastante tiempo, no menos de seis meses, que veníamos planeando la colocación de un stand durante la fiesta del girasol. Pasamos por todo tipo de emprendimientos en madrugadas de  sobremesas extensas. Los hubo fantásticos, faraónicos, increíbles, realistas hasta que dimos con el que creímos sería el indicado, el más modesto: la mujer reloj. En principio definimos las obligaciones de cada uno de nosotros, el negro, el Luí y yo. Yo me ocuparía de la idea principal, de ir puliendo los detalles, mejorando la propuesta original y corrigiendo los inconvenientes e imprevistos que surgieran en el camino. El Negro se haría cargo del diseño y la confección del atuendo a partir de los moldes, de la compra de materiales y de las promesas de pago a los proveedores y el Luí aportaría la logística por dos motivos importantes: por un lado era el único que podía convencer a la flaca de colocarse el disfraz de mujer reloj y por el otro, era también el único que tenía una movilidad, la Saveiro y así podía transportar los artefactos hasta el centro y colocarlos en medio de la muchedumbre, ansiosa de novedades dentro de un festín de constantes deja vú.

Ahora bien, la idea consistía en colocar una mujer dentro de un disfraz de reloj cuyos brazos funcionarían como manecillas (para esto la flaca era la indicada porque además de su altura y delgadez tenía la particularidad de que una de sus extremidades superiores era más corta que la otra) A su lado pondríamos una pizarra que tendría escrito con tiza algo así como ¡¡¡PIDA LA HORA (antes que sea tarde)!!! La mujer procedería a complacer a los transeúntes señalando con sus brazos la hora solicitada y la gente, a cambio, dejaría una contribución en un recipiente colocado a tal fin. Parecido a una estatua viviente pero no igual. Recuerdo haber diseñado interesantes planos de antiguos relojes de cuerda, con amplios espacios en el medio para que la mujer en cuestión pudiera mover sus manos sin complicaciones, también un parlante colgado de un travesaño interior para que cada vez que hubiera un pedido, uno de nosotros lo hiciera funcionar y se oyera el “pipú, pipú, pipú” tan característico y hasta había pensado en una alarma que cuando sonara, el solicitante se haría acreedor de un premio que bien podría ser un choripán y una coca de un puesto vecino. Enunciada la idea, el negro comenzó la tarea de confeccionar el reloj con cartones, telas, cuerina, cartulina, maderas y todo tipo de materiales que pudieran conseguirse fiados con promesa fehaciente de pago luego de la fiesta: una cuentita en lo de Ramírez, una en lo de Barenstein, otra en la Tropical, etc. Una vieja escupidera forrada con papel afiche haría las veces de alcancía. Porque claro, un plan bien elaborado debe pecar de ambicioso, requiere detalle, concentración, minuciosidad y previsión, cálculo y meticulosidad, y nuestro emprendimiento vaya si lo tenía!. Habíamos hecho un cálculo superficial y los números indicaban que, terminada la celebración, lo recaudado alcanzaría para pagar las deudas y solventar los gastos que demandaría un generoso asado, regado con buen malbec y postre helado incluido, de lo de Mario. Suponíamos que el primer día seguramente la suerte iba a ser esquiva pues la gente escapa a las sorpresas, mantiene una distancia prudencial que le impide disfrutar de las mismas; el segundo día iba a ser el que determinara las posibilidades de éxito, el que asfaltara la pista hacia el despegue en base a la comparación con otros puestos, en lo que hace a concurrencia y amontonamiento y el tercero, por ser el último, y con la gente entregada al frenesí de la fiesta, el de la consagración y el espaldarazo económico. Convencida la flaca, probado el disfraz y con todos los detalles ensayados partimos hacia la plaza. Una mujer disfrazada de reloj, una pelela a sus pies, un pizarrón negro con la leyenda “No deje de pedir su hora!!!” y el Luí sentado en una reposera, disfrazado de presentador de circo con bastón y galera, instando a la gente a acercarse y pedir la hora, su hora. La primer noche fue de acuerdo a lo planeado, la gente observaba curiosa, desde cierta distancia, y solo atinaba a dar unas monedas a los niños que se acercaban temerosos:
– Las cu…cuatro y me.. y me…. y media!!!
La flaca estiraba sus brazos para rozar los números del reloj, el Luí les daba una tarjetita recordatoria con frases copiadas de un libro de Jose Narosky y de cuando en cuando hacía sonar una alarma que significaba el chori y la coca para el afortunado de turno. La recaudación, descontando gastos, fue de 233 pesos, nada mal. Esa noche tuvimos el primer problema. La flaca empezó a quejarse que dentro del disfraz hacía un calor infernal y que era imposible soportarlo mas de una hora sin desmayarse. Y propuso que lisa y llanamente suprimiéramos el disfraz de reloj, que todo sería un ejercicio de imaginación y creatividad. Y así fue, la flaca parada en medio de la calle, con una vestimenta previamente debatida y  altamente sugerente, procedía a dar la hora indicando con sus manos números invisibles, guarismos imaginarios que llevaban sus brazos desparejos del cielo a la tierra, del puesto de panchos al de venta de sahumerios. Notamos, eso sí, un abuso de los muchachones que pedían repetidamente las 6 y media, las 5 y media o las 7 menos veinte, quizá con la secreta esperanza de que el esfuerzo hiciera que un bretel de la flaca se desprendiera, cosa que por suerte no sucedió. El cierre de la noche fue de 720 pesos y todo iba de acuerdo a lo esperado. La tercera noche la flaca no apareció. Cargamos igualmente las cosas en la Saveiro y fuimos hacia la plaza, esperando que quizá al no tener que vestir el traje, hubiera decidido recorrer los puestos desde temprano y  estuviera en el centro esperándonos. Armamos el stand, paramos el pizarrón, dispusimos la banqueta del Luí, la escupidera de la recaudación pero de la flaca ni noticias. La esperamos media hora, una hora, dos horas y nada. Cargamos entonces los bártulos, resignados,  y salimos a buscarla en la camioneta, por los alrededores del centro, a fin de reprocharle su felonía y su crueldad. Luego de unas vueltas sin novedad pasamos frente a la plaza del molino y la vimos, en un rincón oscuro con un tipo, quizá un relojero aficionado, que aparentemente y a juzgar por los movimientos y la distancia, le estaba dando cuerda. Y seguimos de largo. Qué podíamos decir o hacer, si de relojería nunca entendimos nada...

Enrique Buracco

1 comentario:

Prof. Carina Kosel dijo...

Excelente relato, muy divertido y bien escrito. Queremos más!!